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[Como la comida, los libros no saben igual para todos; Esta columna es solo una opinión.]

No sé cómo empezar esta reseña. Llevo días intentándolo y no se me da. Pensé en partir con la noticia sobre la aprobación de la reforma a la Ley de adopciones que permite a parejas del mismo sexo la opción de adoptar. Un hito en la historia de nuestro país que fue aprobado y despachado al Senado por 101 diputados. Sin embargo, se me venían rápidamente a la cabeza los otros 35 egoístas de mierda que votaron en contra o se abstuvieron, y eso no me dejaba pensar con claridad.

Se me ocurrió también, que quizá lo mejor era mencionar la historia de Lissette Villa, la niña que murió el 2016 en un centro del Sename porque sus cuidadoras “intentaron calmarla”, ilegítimamente, poniéndola boca abajo contra el suelo y reduciéndola de manera tan violenta que terminaron por matarla. Sin embargo, recordé que a tres años de su muerte esas cuidadoras siguen sin recibir condena, y entonces se esfumó otra vez la claridad.

Así que después de darle muchas vueltas, llegué a la conclusión de que “Huellas imborrables“, el libro que la periodista Rosario Moreno escribió junto a sus alumnos de la UDD luego de meses de investigación, y donde reunieron más de 100 voces de niños, padres, jueces, gendarmes, directores y funcionarios de centros del Sename, debía presentarse solo, en pequeños extractos, porque básicamente no es una novela que se pueda reseñar, sino que es un testimonio coral, durísimo y desolador, que como lectora solo debo limitarme a compartir, y esperar a que todos puedan detenerse y leer, por más que esto duela:

Si lo viera, lo agarraría a palos. De verdad. Es lo peor que le puede pasar a una niñita. No estoy diciendo que la violación no duela, ¡Pero que sea tu papá! Te sientes asquerosa, con ganas de llorar, de no existir. La primera vez que lo viví tenía ocho años. Lo único que me decía era ‘Cállate, si gritai, voy a matar a tu mamá’. Tenía miedo, y no le conté a ella hasta los doce, pero no me creyó. Mi mamá estaba botada con la pasta base. Pucha que lloré. Terminé a los doce años en un centro del Sename. Hoy tengo dieciséis. Me logré escapar, porque para mí el Sename es una mierda, un mal sueño”. María (16) escapó de los centros de protección del Sename Galvarino y Pudahuel.

Estoy arrepentido. Estoy arrepentido porque en el Sename se ve la maldad del ser humano; se siente y no pasa por los cabros, sino por los adultos. Yo llegaba a trabajar y los jóvenes decían “Llegó el tío nazi”. Participé en sacadas de cresta descomunales. Cinco o siete educadores contra dos cabros chicos. Me tenían miedo. No me enorgullece. No quiero justificarlo, pero al educador buena onda no lo respetan como al que agrede. (…) La primera vez que le pegué a un joven ni siquiera me lo cuestioné; fue natural, lo hice. Llevaba seis meses en el centro. Le pegué un combo en la boca a un joven porque cuando me estaba presentando me trató de maricón delante de todos los demás. Entonces mi compañero de turno me dijo: ‘Si no le pegas ahora, cagaste’. Desde ahí, ya fue casi todos los días. Se marcó un límite entre ellos y yo”.  Rodrigo (41), ex educador del centro de internación provisoria de San Joaquín.

Una vez nos castigaron. Nos pusieron en fila, desnudos, para entrar a la ducha, y cuando pasábamos, el tío nos pegaba con la manguera. Me dio tanta rabia el manguerazo en la espalda, que me di vuelta para defenderme y me llegó en el ojo. Me reventaron la retina. Tenía siete años. Sangré, pero nunca me llevaron a un médico, solo al centro de enfermería del hogar donde me pusieron un parche y listo. Quedé con el 40% de la visión del ojo derecho. (…) Yo dormía al lado de la ventana, porque si pasaba algo, era por donde podía escapar más rápido, y porque siempre le pedía en la noche a las estrellas tener una familia; yo solo quería tener una familia. Quería saber qué era una mamá, un papá, que alguien te abrazara, sentir ese cariño que nunca tuve en el hogar”. Jorge (22) Estuvo en el centro de protección Alborada de Temuco.

Triste. Con esa palabra defino mis dieciocho años de trabajo en el Sename. Pasar una navidad allí es deprimente. Muchas veces, en esas fechas los niños se quieren ahorcar o se cortan. Yo vi eso. Ver a un chiquillo lleno de sangre te choca. Una vez tuve que levantar a uno y hacerle reanimación. Lo más fuerte fue cuando un niño se ahorcó. Debe haber tenido catorce o quince años. Lo único que quería era irme a mi casa y conversarlo con mi familia (…) Es distinta una comida de Navidad en tu casa, con tu familia, a una comida con diez jóvenes presos. Ahí empiezan a aflorar las cosas humanas: la pena, la rabia, el rencor que tienen contra la sociedad”. Sebastián (37) es educador del centro de internación provisoria de San Joaquín.

¿Por qué mierda estoy aquí y no estoy muerta? ¿Por qué mierda estoy viviendo si estoy puro sufriendo? Cuando me di cuenta de que estaba en un hogar sentí rabia, pena, angustia y hasta hoy siento rabia, porque no fueron capaces de hacerse cargo de nosotros. Me abandonaron… me abandonaron… Me dejaron tirada igual que a un trapo… Estoy desilusionada, decepcionada”. Francia Legua (18) estuvo en varios centros colaboradores y en los directos de protección del Sename, Galvarino y Pudahuel.

Por Macarena Valenzuela